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Ibrahim Ferrer y el bolero que venció al tiempo

Nació durante un baile, como presagiando su destino. Pero la vida le puso a prueba: huérfano a los doce años, lustrador de zapatos a los sesenta, y finalmente, voz inmortal de Cuba cuando el mundo creía que ya no quedaban leyendas por descubrir.

Aquella tarde de 1997, cuando Juan de Marcos González tocó su puerta ofreciéndole «cincuenta fulas» por grabar una canción, Ibrahim Ferrer dudó. Llevaba años retirado, habitando una pensión diminuta en el casco viejo de La Habana, sobreviviendo con una magra pensión que complementaba lustrando calzado ajeno 711. No sabía que ese llamado lo llevaría a convertir «Dos Gardenias» en un himno universal y a cumplir, por fin, el sueño que le habían negado: grabar un disco de boleros.

Su historia comenzó en San Luis, pueblo oriental donde el son y el café perfuman el aire. Huérfano de madre y padre antes de los catorce, el pequeño Ibrahim vendía caramelos y palomitas de maíz en las calles de Santiago de Cuba 311. Pero hasta en la miseria, la música fue su refugio: a los trece años ya formaba Los Jóvenes del Son con su primo, animando fiestas vecinales con una voz que parecía llevar el eco de los cañaverales.

En los años cincuenta, su talento lo llevó a La Habana. Allí, con la Orquesta de Chepín Chovén, grabó «El platanal de Bartolo», éxito radial que los habaneros tarareaban sin saber quién era aquel joven de voz aterciopelada. Trabajó junto a Beny Moré —»El Bárbaro del Ritmo»— quien, según confesaba Ferrer, lo trataba «como cantante principal aunque solo hiciera coros». Pero el reconocimiento era esquivo. Tras décadas con Los Bocucos de Pacho Alonso, en 1991 colgó el micrófono: «Ya con tantos años, qué iba a estar luchando por cantar un bolero si me decían que mi voz no servía para eso».

El proyecto Buena Vista Social Club fue su resurrección. Bajo la producción de Ry Cooder, aquel hombre menudo de 70 años grabó doce de los catorce temas del álbum 3. Su interpretación de «Dos gardenias» —bolero de Isolina Carrillo que soñaba cantar desde joven— se convirtió en emblema del disco ganador del Grammy 1113. De pronto, aquel lustrador de zapatos cantaba en el Carnegie Hall, el Royal Albert Hall y el Sydney Opera House. «Si cuando era joven no me pasó esto, ¿por qué ahora de viejo?», se preguntaba incrédulo.

Su triunfo internacional tuvo un sabor a revancha. En su juventud, productores y colegas le negaron el bolero: «No tienes voz para esto», le espetaron. Pero en 1999, con Buena Vista Social Club presents Ibrahim Ferrer, no solo grabó boleros: los destiló con la sabiduría de quien esperó medio siglo. Su versión de «Silencio» junto a Omara Portuondo fue un diálogo de almas ancianas que conmovió al planeta.

Aún así, anhelaba más. En 2005, ya con 78 años y salud frágil, lanzó Mi sueño. A bolero songbook: once joyas como «Perfidia», «Quiéreme mucho» y «Perfume de gardenias». Era su testamento musical: «He logrado lo que siempre anhelé: que mi nombre saliera en la portada de un disco». Murió semanas después, el 6 de agosto, tras regresar de una gira europea donde aún cantó con los pulmones frágiles.

Más que premios —dos Grammy, ventas millonarias—, Ferrer dejó una lección de integridad artística. Nunca perdió su esencia de hombre humilde que ofrendaba a los orishas en su casa habanera. Colaboró con Gorillaz en «Latin Simone» sin pretensiones vanguardistas, y su voz —esa mezcla de ron miel y tierra mojada— sigue resonando en nuevas generaciones que descubren sus discos en vinilo.

Hoy, cuando orquestas jóvenes versionan «El platanal de Bartolo» o cantantes reinterpretan «Dos Gardenias», su espíritu perdura. Porque Ferrer encarnó una verdad esencial: que la autenticidad no caduca, que un sueño artístico puede florecer en el ocaso, y que un bolero cantado con alma rota puede ser, al fin, la victoria más dulce. Como él mismo resumió: «Las cosas son como son y no como uno quisiera». Y en esa aceptación, encontró la gloria.

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