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Felices 80 años Sandro, la voz que cruzó el abismo

Hubo un tiempo en que la música argentina respiraba en compartimentos estancos: el tango en el café, el folklore en la peña y una incipiente rebeldía rockera que buscaba su voz en garajes oscuros. En ese paisaje fracturado, la irrupción de Sandro fue un cataclismo. No fue solo un cantante; fue un puente, el primero que cruzó el abismo con las botas gastadas del rock y el corazón abierto de la balada.

Al principio, era la encarnación misma de la transgresión. Con Los de Fuego, no solo importó el rock and roll; lo tropicalizó, le dio una carnadura criolla y una actitud desafiante que escandalizaba a los bienpensantes. Su figura, angulosa y eléctrica, moviéndose con una sensualidad casi revolucionaria, era la antítesis del crooner pulcro. Esa etapa no fue un mero aprendizaje; fue la fundación de un mito. Le demostró a una generación que se podía ser joven, argentino y hacer rock con una potencia visceral que nada tenía que envidiarle a nadie.

Pero su genio no residió en quedarse allí. Sandro comprendió, quizás de manera intuitiva, que el rock era la lengua de la rebelión, pero la melodía era el idioma del alma. Su tránsito hacia la canción melódica no fue una claudicación, sino una expansión. Un acto de soberanía artística. Tomó la sofisticación orquestal de Morricone, la intensidad dramática de Presley y le sumó una voz única, áspera y aterciopelada al mismo tiempo, capaz de desgarrarse en un grito y susurrar una confesión íntima. Canciones como “Dame el fuego de tu amor” o “Rosa, Rosa” son arquitecturas sentimentales perfectas, donde cada nota, cada pausa, cada arrastre vocal está calculado para conmover. Le habló al amor, al deseo y al desgarro con una honestidad brutal que resonó en abuelas, madres e hijas por igual. Derribó las barreras de clase y de edad.

Ahí, en esa masividad sin precedentes, se forjó su categoría de ícono cultural. Sandro fue un fenómeno de pertenencia. El albañil silbaba sus canciones en el andamio y el ejecutivo las tarareaba en su oficina. Encarnó una forma de ser argentino: apasionada, excesiva, melodramática, auténtica. Su vida misma se volvió una narrativa pública, un espectáculo de luces y sombras que alimentó la leyenda. El excéntrico de Gardel, el ídolo que amaba el riesgo y la noche, el hombre que, incluso con la salud quebrantada, subía al escenario entregándose en cada función como si fuera la última.

Murió como había vivido: convertido en un símbolo. Hoy, su figura trasciende el análisis musical. Es un lugar en el imaginario colectivo, un atajo emocional directo a la memoria afectiva de millones. Sandro no es solo un cantante que uno escucha; es una sensación que se revive. Es la certeza de que en algún lugar, una radio sigue encendida, transmitiendo ese fuego eterno que supo encender.

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