La literatura de Álvaro Mutis es un territorio sin fronteras, un lugar donde la niebla de los puertos del norte se confunde con el vapor espeso de la selva tropical. Su legado, tan vasto y enmarañado como la geografía que recorrió su alter ego, Maqroll el Gaviero, trasciende con creces cualquier etiqueta de “literatura latinoamericana” para instalarse en un universo propio, tan íntimo como universal.
Mutis no escribió sobre el realismo mágico; escribió desde el realismo poético de quien conoce la textura del hierro oxidado, el olor a diesel de las barcazas y la melancolía de los que habitan los márgenes del mundo. Su contribución no fue la de explotar lo exótico para un lector extranjero, sino la de sumergirse en la decadencia y la belleza de lo real hasta extraer su mythos particular. Maqroll, ese marinero errante, fracasado y eternamente enamorado de empresas imposibles, es quizás el antihéroe más humano de las letras contemporáneas. No es un conquistador, sino un testigo; un hombre que carga con el peso del mundo no a través de hazañas, sino mediante una sensibilidad a flor de piel que lo convierte en el receptáculo de todas las historias.
Su prosa, esa mezcla inimitable de precisión narrativa y lirismo contemplativo, opera como un alquimista: transforma la anécdota de un contrabandista en el río Magdalena en una reflexión profunda sobre el destino, el deseo y la fugacidad de la fortuna. Mutis lograba que un almacén de grano abandonado o el motor averiado de un remolcador resonaran con ecos de tragedia griega. En su mundo, lo global no se opone a lo local; lo contiene. Un personaje holandés o una empresa belga en la jungla no son elementos foráneos, sino parte del flujo natural de un cosmos literario donde todas las rutas conducen al mismo puerto: el del asombro ante la existencia.
El legado de Mutis es silencioso pero persistente, como la corriente de un río subterráneo. Nos dejó la certidumbre de que lo universal no se encuentra en las grandes abstracciones, sino en los detalles concretos de un lugar olvidado, en los rostros de los perdedores y en la obstinada búsqueda de belleza en los paisajes más agotados. Su obra es una invitación a viajar sin mapas, a entender que el verdadero viaje es interior, y que a veces, para encontrar el mundo, basta con quedarse quieto y escuchar la lluvia caer sobre el techo de zinc de una cantina en tierras calientes.