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Friedrich Nietzsche: más allá del superhombre y la muerte de Dios

Friedrich Nietzsche no es un filósofo para cómodas etiquetas. Su pensamiento, un torrente de aforismos, poesía y crítica feroz, resiste toda simplificación. Leerlo no es acceder a un sistema cerrado de ideas, sino ser testigo de un combate: un combate contra la moral establecida, contra la razón domesticada y contra la complacencia intelectual. Su legado, lejos de ser una reliquia museística, es un campo minado que aún hoy exige que el pensamiento crítico se ponga en marcha.

Nietzsche fue un maestro de la sospecha. Su aporte más radical quizás reside en enseñarnos a preguntar no qué es verdadero, sino por qué necesitamos que algo lo sea. Con un martillo filosófico, golpeó los cimientos de la cultura occidental hasta hacer saltar las grietas de sus supuestos más sagrados. La “muerte de Dios”, su célebre proclama, no es un festejo ateo, sino un diagnóstico profundamente lúcido. Anuncia el ocaso del gran garante metafísico que durante siglos otorgó un valor y un orden absolutos al mundo. Su ausencia no deja un vacío nihilista, sino una oportunidad abismal y aterradora: la de crear nuestros propios valores, de ser, por fin, artistas de nuestra propia existencia.

En este sentido, su concepto del Übermensch (o “superhombre”, en una traducción que se queda corta) ha sido tal vez el más malinterpretado. No se trata de un individuo de musculatura ideológica o de una raza superior, sino de aquel que tiene la fortaleza de aceptar el eterno retorno —la idea de que toda la vida se repetirá exactamente igual infinitas veces— y, aun así, decir sí a su destino. Es el que abraza la vida en su totalidad, con su dolor y su dicha, sin refugiarse en mundos trascendentes que la nieguen. Es la antítesis del “último hombre”, ese ser satisfecho y mediocre que solo busca comodidad y ya no es capaz de desear nada grande.

Su crítica a la moral cristiana, a la que llamó “moral de esclavos”, es otro de sus aportes incómodos e indispensables. Nietzsche no la ataca por sus preceptos, sino por su psicología oculta: nace no del amor, sino del resentimiento de los débiles hacia los poderosos. Es una moral reactiva que, al glorificar la humildad, la compasión y la renuncia, niega los impulsos vitales más primarios. Al deconstruirla, nos fuerza a interrogarnos sobre el origen y la intención de nuestros propios valores. ¿Actuamos por convicción auténtica o por una herencia de resentimiento secularizada?

El estilo mismo de Nietzsche es parte de su filosofía. Abandonó el tratado sistemático para escribir con aforismos, poesía y paradojas. Este no fue un mero capricho estilístico, sino una consecuencia de su pensamiento. Si la realidad es múltiple, cambiante y perspectivista, un sistema rígido sería una traición a ella. Nos exige leerlo activamente, conectando fragmentos, buceando en las aparentes contradicciones, asumiendo que no hay una única interpretación correcta.

Hoy, en una era de certezas efímeras y de dogmatismos nuevos, Nietzsche sigue siendo el pensador intempestivo por excelencia. Su legado no es un conjunto de respuestas, sino un arsenal de preguntas incómodas. Nos recuerda que el pensamiento crítico no consiste en elegir entre lo políticamente correcto o incorrecto, sino en tener el valor de ir más allá de esa dicotomía misma. Nos invita a nadar en aguas profundas, lejos de la orilla segura de las opiniones preconcebidas, incluso a riesgo de ahogarnos en la perplejidad. Porque, como bien sabía él, los abismos no solo asustan; también liberan. Y en esa liberación, tan necesaria ahora como en su tiempo, reside la vibración eterna de su obra.

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