Las cejas de Groucho: tras los bigotes de un revolucionario del humor

Hubo un hombre que convirtió el caos en arte y el sinsentido en una filosofía vital. En un mundo que se empeñaba en tomarse en serio a sí mismo, Groucho Marx fue el saboteador maestro, el arquitecto de la irreverencia que demostró que la lógica era, a menudo, la mayor de las farsas. No era simplemente un comediante; era un anarquista del lenguaje, un esgrimista de la palabra cuya arma era el insulto elegante y cuya victoria era la carcajada incrédula del espectador.

Su contribución al humor no puede medirse en chistes, sino en actitud. Grotesco y sublime a partes iguales, Groucho encarnó una crítica feroz a la pomposidad de la autoridad, ya fuera un magnate pretencioso, una dama de la alta sociedad o un país entero llamado Freedonia. Sus andares encorvados, su eterno puro, sus cejas danzantes y su bigote pintado eran la caricatura viviente de un establishment al que despreciaba. Pero su verdadero genio residía en su verborragia. Transformó el diálogo en un campo de batalla donde la lógica convencional salía siempre derrotada. Sus frases eran laberintos verbales, asociaciones libres que desarmaban cualquier pretensión de seriedad. Un insulto de Groucho no era un mero improperio; era un epigrama surrealista, un haiku del desprecio.

Creó un personaje que era la antítesis del héroe: cínico, cobarde, avaricioso y, sin embargo, irresistiblemente encantador. Era el parásito con ínfulas de genio, el don nadie que se creía con derecho a todo. En esa contradicción radicaba su magia. Nos reímos de sus pretensiones, pero secretamente admiramos su descaro, su absoluta falta de respeto por las reglas que a nosotros nos constriñen. Era el hombre que decía en voz alta todas las cosas miserables y honestas que nosotros solo nos atrevemos a pensar.

Groucho trascendió el cine mudo y sonoro para convertirse en un ícono universal porque su humor no envejece. Su sátira contra los ricos, los poderosos y los pretenciosos es tan vigente hoy como hace un siglo. Se convirtió en un estado de ánimo, en una forma de ver el mundo a través de un prisma de escepticismo alegre. Es el recordatorio eterno de que la institución más sagrada suele ser la más ridícula, y que la mejor respuesta ante la absurdidad de la vida no es el llanto, sino una risa cargada de inteligencia. Murió el hombre, pero permanece el ceceo burlón, la mirada cómplice y la certeza de que, como él mismo dijo, cualquier club que lo admitiera como socio, no era un club que valiera la pena.

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