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Agosto: el mes en el que los sonidos del futuro vieron la luz

En los estudios Abbey Road, el aire de agosto olía a cables recalentados y café rancio. Mientras Londres se ahogaba en la ola de calor de 1966, cuatro jóvenes exhaustos reescribían las reglas de la grabación con cinta adhesiva y genialidad. Un año después, al otro lado del mismo pasillo, un quinteto psicodélico convertiría el colapso mental en sinfonía cósmica. The Beatles y Pink Floyd no sabían que estaban sembrando revoluciones: solo buscaban escapar del agobio estival.

Fue Ringo Starr quien rompió las normas primero. Cansado del sonido plano de su batería, metió un suéter de lana dentro del bombo durante las sesiones de Revolver. Geoff Emerick, el ingeniero de 19 años, contuvo la respiración esperando ser despedido por violar los protocolos de EMI. En vez de reprimenda, recibió una palmada de McCartney: «¡Eso es, muchacho!». Esa chaqueta sudada marcó el inicio de todo: la batería dejó de ser acompañante para volverse paisaje sonoro.

Mientras Lennon pedía que su voz en «Tomorrow Never Knows» sonara «como cien monjes tibetanos flotando sobre el Himalaya», en la sala contigua un jambre de pelo azabache probaba guitarras con espejos pegados. Syd Barrett miraba fascinado cómo los reflejos danzaban al ritmo de los amplificadores. «Quiero que suene como si estuviéramos dentro de una nebulosa», le dijo al productor Norman Smith durante la grabación de «Interstellar Overdrive«. Smith, recién salido de trabajar con los Beatles, anotó en su diario: «Estos chicos o son genios o están completamente locos. Quizás ambas cosas».

El termómetro artístico subía al compás del mercurio. Paul McCartney llegaba a las sesiones con cintas deformadas por el calor que había manipulado en su bañera; George Harrison descubría que el sitar resonaba distinto con la humedad agostera. «El estudio era un horno, pero eso nos obligaba a ser más audaces», recordaría años después. Mientras tanto, Barrett escribía «Bike» en una servilleta manchada de helado derretido, tarareando sobre unicornios y relojes que nunca marcarían la hora correcta.

El milagro fue que dos terremotos sonoros coincidieran en el mismo lugar. Cuando Revolver llegó a las tiendas el 5 de agosto de 1966, los críticos hablaron de «arte para astronautas». Un año después, el 4 de agosto de 1967, The Piper at the Gates of Dawn sonó como la contracara alucinada: donde los Beatles construían con precisión de relojero, Floyd sembraba caos controlado. Ambos compartían secreto: habían convertido las limitaciones técnicas en cómplices. Con solo cuatro pistas de grabación, los Beatles duplicaban cintas a riesgo de perderlo todo; Floyd usaba la cámara de eco de 1931 como nave interestelar.

Hoy sabemos lo que ellos ignoraban: que estaban tejiendo el ADN de la música venidera. El «tomorrow never knows» de Lennon prefiguró el ambient; los susurros de Barrett en «Chapter 24» anticiparon el rock espacial. Pero en aquel agosto sofocante, solo eran músicos exhaustos que jugaban a ser dioses menores entre latas de cerveza caliente y cables enredados.

Syd Barrett no sobrevivió al verano siguiente. Su mente se desvaneció como la neblina matinal de agosto, pero su guitarra en «Astronomy Domine» sigue trazando constelaciones nuevas. John Lennon diría décadas después que «Tomorrow Never Knows» era su canción favorita, «porque suena a futuro incluso ahora». Quizás esa sea la magia del mes más caliente: que las revoluciones no se planifican, sino que estallan cuando el calor derrite las certezas. Como el último acorde de «A Day in the Life» —grabado en otro agosto— que aún resuena en el éter, interminable.

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