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Gustavo Santaolalla: el sonido del alma

En el paisaje sonoro de la Argentina, hay un antes y un después de Gustavo Santaolalla. Su trayectoria no es una línea recta, sino un río que ha ido nutriéndose de múltiples cauces para terminar irrigando territorios que ni él mismo podría haber imaginado. No es solo un músico; es un arquitecto de atmósferas, un buscador incansable de la esencia, aquella que se esconde detrás de las notas.

Todo comenzó en el corazón del rock nacional, con Arco Iris, en una época donde la experimentación y la fusión eran actos de fe. Allí, junto a Dana, sembró la semilla de lo que sería su obsesión: desdibujar los límites. No se conformó con las estructuras establecidas. Su genialidad fue entender que el folclore no era un museo, sino un lenguaje vivo. Con León Gieco y luego con su propia producción para Mercedes Sosa, realizó una hazaña silenciosa pero monumental: modernizar la canción popular sin traicionar su alma. Les puso jeans y botas de cuero a las zambas, les dio una reverberancia nueva, les mostró que podían sonar tan contemporáneas y urgentes como cualquier riff de guitarra eléctrica. Fue un diálogo, no una imposición.

Esa misma búsqueda de la verdad sonora es la que lo llevó a conquistar Hollywood. Su consagración con los Óscar por Brokeback Mountain y Babel no fue un golpe de suerte, sino la consecuencia lógica de una mirada única. Santaolalla no compone bandas sonoras en el sentido tradicional; él no «acompaña» las imágenes, las habita. Extrae la música desde adentro de los personajes, del paisaje emocional de la historia. Su instrumento más famoso, el ronroco, no es solo un charango; en sus manos es la voz de la nostalgia, el suspiro de una América profunda y herida.

Cada una de sus composiciones es un mundo minimalista y completo. Con muy pocos elementos –una guitarra rasgueada con el alma, una percusión que late como un corazón– es capaz de construir universos de una densidad emocional abrumadora. Su música para The Last of Us es el ejemplo perfecto: no hay notas sobrantes, solo el sonido desnudo de la desolación, la esperanza y la memoria. Esa es su grandeza: saber que el silencio entre las notas es tan importante como las notas mismas.

Gustavo Santaolalla es, en esencia, un traductor. Traduce el llanto de la tierra en zambas, la angustia de un cowboy en un acorde, la desesperación de un padre en una melodía austera. Se consagró lejos, en el olimpo del cine mundial, pero nunca dejó de ser ese músico de Bernal que creía que el rock podía tener espíritu indígena y que una canción podía cambiar el mundo. Su contribución más grande a la música argentina fue demostrar, con hechos, que lo nuestro no tiene fronteras. Que el sonido del alma, cuando es auténtico, resuena en todas partes.

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