Hay nombres que la historia oficial intenta borrar, pero que la memoria popular se encarga de tallar a fuego. Martina Chapanay es uno de ellos. Su vida —entre el relato histórico y la leyenda— se resiste a ser contada con la comodidad de un manual. No fue una mujer para encasillar, sino para escuchar en el rumor del viento en los cerros sanjuaninos.
Nació alrededor de 1800, hija de una madre blanca y un padre cacique guarpé. Desde pequeña, desafió los límites que otros quisieron imponerle: aprendió tanto los oficios domésticos como el arte de la caza, el rastreo y la equitación. Montaba en pelo, mejor que cualquier hombre, y su espíritu libre no toleraba que le dijeran qué podía o no hacer.
Cuando un emisario de Facundo Quiroga llegó a su tierra buscando guerreros, Martina no solo se enamoró del mensajero, sino también de la causa. Partió hacia La Rioja para unirse a las montoneras, decidida a combatir contra un unitarismo que pretendía construir un país desde Buenos Aires, ignorando la sangre y la tierra del interior.
En el campo de batalla, su destreza con el cuchillo y la lanza era tal que hasta el propio Quiroga —el Tigre de los Llanos— terminó por aceptarla entre sus filas. Durante diez años, Martina luchó espalda contra espalda con su compañero, hasta que en 1831, en la batalla de Ciudadela, él cayó. Ella no estaba allí. La noticia marcó el principio de un quiebre.
Pero el verdadero punto de inflexión fue ver a Quiroga —quien alguna vez había levantado banderas de igualdad— marchar junto a Rosas en la Campaña del Desierto, persiguiendo a los mismos pueblos originarios a los que Martina pertenecía por sangre y espíritu. Ahí retiró su lealtad. No seguiría a quien traicionaba sus propios ideales.
De regreso en San Juan, su camino se enredó con el de Cuero, otro exmontonero, y juntos formaron una banda de salteadores. Pero pronto Martina comprendió que el descontrol y la crueldad no eran lo suyo. Tras un enfrentamiento con él —al que venció, pero perdonó la vida— decidió fundar su propia cuadrilla. Con reglas claras: solo robarían a los ricos, nada de violencia innecesaria, y jamás actuar bajo los efectos del alcohol.
Pronto se corrió la voz: “La partida de la Martina reparte lo robado entre los pobres y las viudas”. Se había convertido en una justiciera temeraria, una bandida rural, con código, una perseguida que a su vez protegía a los perseguidos.
Años más tarde, volvería a la lucha organizada junto a otro caudillo del interior, el Chacho Peñaloza, a quien admiraba profundamente. Tras el asesinato a traición de este a manos de Irrazábal, Martina cargaría con el deseo de venganza como una deuda sagrada.
Y esa deuda la llevó a enfrentar —ya indultada y con grado de sargento mayor— al propio Irrazábal en un duelo público. Cuentan que el militar, ante la mirada firme de Martina, comenzó a temblar sin control, dientes castañeteantes, y se negó a batirse. El cobarde quedó expuesto ante todos. La derrota moral de su enemigo fue su triunfo más contundente.
Pasó sus últimos años en un rancho, curando animales, guiando viajeros a través del río y ayudando a quien lo necesitara. Murió en 1887, en medio de un misterio que alimenta su mito: ¿picadura de víbora? ¿ataque de un puma? Nadie lo sabe con certeza.
Hoy su tumba en Mogna, San Juan, no tiene inscripción. Solo una laja blanca. No hace falta. Todos saben quién descansa allí.
La historia de Martina Chapanay no cabe en un bronce oficial. Sobrevive donde siempre vivió: en la voz de la gente, en el territorio de lo indecible, en el coraje de quienes eligen ser libres aunque el mundo les pida que se sienten a esperar.
Una bandida. Una justiciera. Una mujer que no pidió permiso.
*Un especial agradecimiento a Nadia Fink y La Tinta por el trabajo de recuperación histórica.