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El navegante de tinta: Hugo Pratt y los mares de la historieta

Hay artistas que no solo dibujan líneas sobre un papel, sino que trazan puentes entre mundos. Hugo Pratt fue uno de esos cartógrafos de lo imaginario, un creador cuya vida misma parece una de sus páginas: nómade, intensa y poblada de personajes inolvidables. Su conexión con la Argentina, lejos de ser un mero capítulo biográfico, fue un crisol donde se forjó parte fundamental de su genio.

Pratt llegó al país en 1949, escapando de una Europa devastada y sedienta de nuevas narrativas. Argentina, en aquel entonces, bullía con una escuela de historieta pujante y creativa. Fue aquí donde su trazo, aún en formación, comenzó a adquirir la soltura y la profundidad que luego lo caracterizarían. Pero su aporte crucial llegó de la mano de otro gigante: Héctor Germán Oesterheld.

Juntos en Editorial Frontera, Pratt y Oesterheld emprendieron una de las colaboraciones más fértiles de la historieta argentina. Ernie Pike y Ticonderoga no eran simples aventuras; eran relatos humanizados, donde la acción convivía con la psicología de los personajes y el peso moral de sus actos. Oesterheld le proporcionaba la profundidad narrativa, y Pratt la respiraba para convertirla en imágenes llenas de atmósfera y un ritmo visual inédito. Esa simbiosis demostró que el cómic podía ser tan vasto y complejo como la mejor literatura.

Sin embargo, fue en la soledad creativa donde Pratt alumbraría a su criatura más perdurable: Corto Maltés. El marino mercante de origen maltés nació de todas esas aguas que Pratt había navegado, real y metafóricamente. Sus aventuras, publicadas inicialmente en Pif Gadget, no eran una simple sucesión de peripecias exóticas. Era un viaje melancólico por los mapas borrosos de la historia y la geografía, poblado de personajes ambiguos, sueños rotos y una poética del fracaso. Corto era un romántico escéptico, un héroe que rehuía los heroísmos fáciles, y en eso residía su modernidad absoluta.

Pratt le devolvió al cómic mundial su condición de arte mayor. Le insufló un aliento literario, una densidad histórica y una ambigüedad moral que lo alejaron para siempre del maniqueísmo infantil. Sus viñetas, con ese trazo económico pero abrumadoramente expresivo, enseñaron que lo importante no era lo que se dibujaba, sino lo que se sugería. Que el silencio entre panel y panel podía ser más elocuente que un discurso.

Su legado es una brújula desimantada que sigue apuntando hacia territorios inexplorados. Pratt no contaba historias; las habitaba. Y nos invitó a todos a zarpar con él.

 

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